Hace mucho que no escribo. Quizás se debe a la pereza de no conseguir acostumbrarse a la rutina o a la rebeldía de no querer hacerlo. Sea como fuere, sentía que ya iba siendo hora de que volviese a escribir, a vencer esa pereza, a sentarme delante del ordenador y dejar que todas esas cosas que vuelan en mi cabeza tomen forma. Quería escribir, y lo voy a hacer, sobre ese tipo de casualidades con que la vida te sorprende, ya sea para bien o para mal.
Acostumbrada toda mi vida a visitar los cementerios de los rincones del mundo en los que mi padre y yo nos perdíamos, desarrollé una filosofía que siempre me ha parecido alentadora, por ingenua o idealista que resulte. Cada vez que paseo por un cementerio o me detengo a contemplar una tumba y leo el nombre que aparece en el epitafio, fantaseo y me pregunto quién pudo haber sido esa persona. Me imagino su vida, me invento profesiones, lugares, biografías, que pasionalmente configuraron a esa persona que ahora ya no existe sino en la congregación de símbolos sobre una piedra pulida. Durante esos instantes esa persona sigue viva, aunque sea en la imaginación de una desconocida.
Père Lachaise es uno de los cementerios más bonitos de aquellos que he tenido la posibilidad (y para mucha gente que lea esto, rareza) de disfrutar. Conocido por la infinitud de personalidades de los siglos pasados que en él reposan, apenas es disfrutado en sus detalles. Los turistas, mapa en mano y como si de una maratón se tratase, recorren las tumbas saltando de Edith Piaf a Oscar Wilde.
En un rincón de la parte central, muy cerca de la escondida tumba de Sarah Bernhardt, descubrí una sobria y graciosa tumba. Graciosa porque en una pizarra, y con caligrafía de cuadernillo rubio, los amigos le pedían que les guardase un lugar al lado del radiador. No pude evitar leer el nombre y apuntarlo en una hoja, puesto que se trataba de un joven foto-reportero, fallecido este mismo año. Tuve la corazonada de que se trataba de alguien, que había fallecido en algún lugar del globo terráqueo que nos es tan ajeno.
No andaba desencaminada. Lucas Dolega, de origen franco-alemán y residente en París, murió en enero en Túnez capital. Murió allí, como podría haberlo hecho en cualquier otro rincón de los que transitaba: Birmania, China, Afganistán. Tan solo llevaba un par de días allí, y una buena cantidad de fotografías que pretendían mostrar una de esas revueltas de primavera, cuando una bomba lacrimógena lanzada por un policía le explotó su propia vida.
Esta entrada, escrita sobre la marcha, pero imaginada desde hace tiempo, va dedicada en su memoria y en la de todos aquellos periodistas que han fallecido lejos de sus hogares y que han pagado con sus vidas, la información a la cual, muchas veces no le damos tanta importancia. Ellos siguen allí, escoltados, o amenazados, mientras para nosotros, solo son más imágenes de cosas de las que ya estamos inmunizados y a las que, salvo en casos de violencia extrema, o aquellas que nos resulten morbosas, ya no prestamos ni
atención. Por todos ellos.
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Último trabajo de Dolega en Túnez. Enero de 2011 |
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