Esta semana me vacuné.
Quizá no sería algo reseñable y que mereciese la pena escribir en un apartado hueco del universo. Esta semana nos vacunamos y mi hipersensibilidad, tan poco profunda, me producía ganas de llorar. Supongo que muchos leeréis esto y no entenderéis nada, y otros lo leeréis y lo sentiréis como propio si ya ha llegado el momento, o puede que cuando llegue.
Me fui a vacunar tras un par de meses buscando la opción de hacerlo, yendo incluso a esperar las dosis sobrantes en los días festivos. Me fui a vacunar por mí y mis compañeros, una opción que parecía imposible hasta el otro día cuando conseguimos dos citas en diferentes sitios y a diferentes horas. Nos dio igual.
No me gustan las jeringuillas y mucho menos soporto que me saquen sangre, pero este pinchazo, además de bien ejecutado por una encantadora bombera, fue liberador porque era voluntario. Durante el camino de ida, la posterior espera de rigor insitu y la vuelta a casa, no podía dejar de pensar en los catorce meses pasados y en cómo había cambiado mi vida. La de todos.
Recordé entonces la publicación de una conocida en la que explicaba lo mal que lo había pasado su familia, los seres queridos que ya jamás serán o el hambre y la miseria que trajo consigo el virus y tantos meses sin trabajar para muchos de sus amigos. También, el hastío de las quejas recurrentes de la gente, en general, harta de no poder hacer lo que antes hacía con normalidad, de bajar al bar, de ir de vacaciones, de "ser libres". Y yo, palidecí de vergüenza al verme reconocida vagamente, no en el ejemplo del desempleo, sino por entender mi egoísmo al quejarme de los toques de queda, de la ausencia de vida, de los comercios cerrados, de sentir la ciudad muerta y triste...
Yo, que he tenido la fortuna de llegar al día de la vacunación sana, trabajando, con mi familia y entorno cercano sin haber sido tocados grave o mortalmente por este bicho, me encontré con ganas de llorar... y mi hipersensibilidad tan poco profunda solo tenía lágrimas de agradecimiento y alegría.
L.
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