Un mes, un post.
Ya llego tarde.
Pero quiero compartir algo que me lleva rondando durante los últimos meses.
Crecer es darse cuenta también de la soledad, de los sentimientos de cada uno, de la profundidad de calado de cada quién, y sobre todo, de la reciprocidad.
En mi caso, salvo en alguna ruptura sentimental, me ha costado mucho siempre disociar mis emociones hacia los demás. Tiendo, equivocadamente, a pensar que lo que significa una persona para nosotros, el encanto de su forma de hablar, el universo maravilloso que crea, sus anécdotas cómicas y sobre todo, el cariño que nos produce, es semejante a lo que nosotros podemos producir en ella.
Error.
La experiencia demuestra que por mucho que nos empeñemos, la proporcionalidad, la semejanza no existe en las relaciones humanas, y que si existen, son como el unicornio en el emprendimiento, como una estrella fugaz en nuestros cielos urbanos contaminados, una utopía.
Teniendo en cuenta que cada persona es diferente, un mundo, la justificación está servida. Es sano y natural que unos quieran más y otros menos, que haya una desviación en la gráfica. Lo comprendo y es más, yo debo estar situada irremediablemente en ese primer grupo, sintiendo tanto por lo general que sufro cuando no existe nada cercano al equilibrio.
Y así, entre cáncer y funambulista, sobrevivo en la jungla urbana de ser inmigrante en un destino más frío de lo que parece, de ser idealista en un mundo en crisis, de preferir el papel dibujado y las cartas a los whatsapp, de buscar conversaciones profundas frente a fotos de colegueo estival en instagram...
En mi educación laica/católica mi máxima ha sido aportar y dar todo lo bueno que yo querría recibir. Hacer, dar, regalar, preocuparme, estar, intentar estar.
Pero se acabó.
Porque a estas alturas descubro realmente que, por doloroso que sea, a veces no existe reciprocidad. Y que en el fondo, si no hay ni una mínima, no hay nada.
Stay Weird by ShowmeMars
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