No suelo escribir sobre estos temas. Es cierto que en mis opiniones, en las noticias compartidas y en mis círculos más íntimos comparto libremente mi pensamiento, pero la realidad es que no suelo sumergirme tan activamente en muchos temas candentes. Sin embargo creo que es hora de dejar muchas cosas claras, de organizar ideas, no olvidar y sobre todo, exigir. Desde el pasado lunes 25 los periódicos, las calles de EEUU y nuestras redes sociales se han llenado con protestas, peticiones y sobre todo, con retratos de Big Floyd.
George Floyd era un padre de familia, un amante del baloncesto, una persona cariñosa y dulce según sus seres cercanos. Trabajaba como vigilante de seguridad y estaba involucrado en su comunidad. Un hombre normal, como tantos otros que pueblan el mundo. Pero nada de eso importa, porque tenía una característica especial, era negro. Afroamericano, que dirían los correctores políticos.
Este caso ha vuelto a prender las llamas en la población de los estados libres, brillantes y siempre deseables de América, ejemplo y paradigma de los sueños cumplidos y de la buena (siempre cuestionable) vida. Cual ave fénix, el tema del racismo está aquí, pero nunca se ha ido. Will Smith declaraba hace un par de años que el racismo no había aumentado sino que era más público que antes porque se grababa. La realidad es que cada mes, cada año, se producen cientos de miles de actos racistas. No hablamos de reyertas urbanas entre vecinos, no son peleas de bandas, no son enfrentamientos raciales entre gente normal. Estamos hablando de detenciones y abusos ejercidos por policías hacia gente negra, esa misma que divinizan o respetan si se trata de actores de Hollywood, raperos y cantantes con discos de oro y omnipresentes en la radio o estrellas de la NBA. Violencia ejercida por quienes se espera que respeten y legitimen la libertad y la seguridad ciudadana. Pero está claro que para muchos de estos supremacistas cargados de la autoridad que les confiere una placa, una porra, una pistola…Big Floyd y tantos otros no ostentan ese título.
Justamente ahora que el coronavirus ha vuelto a acrecentar las diferencias sociales y económicas raciales, con la población afroamericana como epicentro de los contagios y fallecidos por el virus, resurge este tema y yo estoy triste, desesperanzada, impotente. Soy blanca, muy blanca a mi pesar, y es algo que no puedo ocultar. Como nacida y criada en provincias, mi contacto cercano con otras razas ha pasado de ser esporádico en viajes a personal a medida que crezco. Ni en el colegio, ni en el instituto, ni tan siquiera en la universidad, tuve contacto con otras personas que no fuesen blancas, no porque no quisiera, sino porque no había. En Vietnam mis horizontes se expandieron, hice amigos locales y también apareció una sensación nueva, un asco por la forma de comportarse de todos aquellos ciudadanos “co-raciales” que se sentían superiores por el mero hecho de no tener los ojos rasgados y ser hijos de la cultura históricamente predominante.
Aquí en París vivo en un melange cultural, en una sociedad mucho más compleja que nunca. Eso está bien, me gusta y opino, como tantos otros, que el futuro será así, pero observo que en el metro, en estas semanas de control de acceso en horas punta, los revisores solo revisan los justificantes de los negros, siempre sospechosos, mientras el resto pasa los tornos sin dilación ni problema. Cuando esta actualidad sacude el mundo, no dejo de preguntarme si no somos nosotros justamente, los blancos, quienes debemos gritar con más fuerza, quienes deberíamos asumir la responsabilidad y exigir justicia más que nadie. Pensamos que en este lado del océano ese problema está más resuelto, que la violencia explícita no existe, que el racismo es residual. Ojalá sea así. Yo no dejo de interrogarme sobre si es así o es que todavía no estamos tan mezclados. Sigo convencida de que en mi colegio, en mi universidad, en mi ciudad y en tantas otras, no hay tanta mezcla como para que los roces se produzcan, como para que sea un tema a tratar y solucionar con aplicaciones prácticas reales y no meros estamentos éticos. Me vuelvo a cuestionar si realmente, el racismo no está a la orden del día porque todavía vivimos en una burbuja.
Leía esta mañana el artículo de The New York Times en el que la actriz Yalitza Aparicio, indiscutible protagonista de Roma, reflexionaba sobre las razas exponiendo su propio caso en una defensa del arte como vía para crear un dialogo social sobre temas escabrosos y dolorosos para la población de un país, México en su caso, reticente a hablar públicamente de su diversidad de sangres y lenguas. No podría escribirlo en mejor momento.
George Floyd era un padre de familia, un amante del baloncesto, una persona cariñosa y dulce según sus seres cercanos. Trabajaba como vigilante de seguridad y estaba involucrado en su comunidad. Un hombre normal, como tantos otros que pueblan el mundo. Pero nada de eso importa, porque tenía una característica especial, era negro. Afroamericano, que dirían los correctores políticos.
Este caso ha vuelto a prender las llamas en la población de los estados libres, brillantes y siempre deseables de América, ejemplo y paradigma de los sueños cumplidos y de la buena (siempre cuestionable) vida. Cual ave fénix, el tema del racismo está aquí, pero nunca se ha ido. Will Smith declaraba hace un par de años que el racismo no había aumentado sino que era más público que antes porque se grababa. La realidad es que cada mes, cada año, se producen cientos de miles de actos racistas. No hablamos de reyertas urbanas entre vecinos, no son peleas de bandas, no son enfrentamientos raciales entre gente normal. Estamos hablando de detenciones y abusos ejercidos por policías hacia gente negra, esa misma que divinizan o respetan si se trata de actores de Hollywood, raperos y cantantes con discos de oro y omnipresentes en la radio o estrellas de la NBA. Violencia ejercida por quienes se espera que respeten y legitimen la libertad y la seguridad ciudadana. Pero está claro que para muchos de estos supremacistas cargados de la autoridad que les confiere una placa, una porra, una pistola…Big Floyd y tantos otros no ostentan ese título.
Justamente ahora que el coronavirus ha vuelto a acrecentar las diferencias sociales y económicas raciales, con la población afroamericana como epicentro de los contagios y fallecidos por el virus, resurge este tema y yo estoy triste, desesperanzada, impotente. Soy blanca, muy blanca a mi pesar, y es algo que no puedo ocultar. Como nacida y criada en provincias, mi contacto cercano con otras razas ha pasado de ser esporádico en viajes a personal a medida que crezco. Ni en el colegio, ni en el instituto, ni tan siquiera en la universidad, tuve contacto con otras personas que no fuesen blancas, no porque no quisiera, sino porque no había. En Vietnam mis horizontes se expandieron, hice amigos locales y también apareció una sensación nueva, un asco por la forma de comportarse de todos aquellos ciudadanos “co-raciales” que se sentían superiores por el mero hecho de no tener los ojos rasgados y ser hijos de la cultura históricamente predominante.
Aquí en París vivo en un melange cultural, en una sociedad mucho más compleja que nunca. Eso está bien, me gusta y opino, como tantos otros, que el futuro será así, pero observo que en el metro, en estas semanas de control de acceso en horas punta, los revisores solo revisan los justificantes de los negros, siempre sospechosos, mientras el resto pasa los tornos sin dilación ni problema. Cuando esta actualidad sacude el mundo, no dejo de preguntarme si no somos nosotros justamente, los blancos, quienes debemos gritar con más fuerza, quienes deberíamos asumir la responsabilidad y exigir justicia más que nadie. Pensamos que en este lado del océano ese problema está más resuelto, que la violencia explícita no existe, que el racismo es residual. Ojalá sea así. Yo no dejo de interrogarme sobre si es así o es que todavía no estamos tan mezclados. Sigo convencida de que en mi colegio, en mi universidad, en mi ciudad y en tantas otras, no hay tanta mezcla como para que los roces se produzcan, como para que sea un tema a tratar y solucionar con aplicaciones prácticas reales y no meros estamentos éticos. Me vuelvo a cuestionar si realmente, el racismo no está a la orden del día porque todavía vivimos en una burbuja.
Leía esta mañana el artículo de The New York Times en el que la actriz Yalitza Aparicio, indiscutible protagonista de Roma, reflexionaba sobre las razas exponiendo su propio caso en una defensa del arte como vía para crear un dialogo social sobre temas escabrosos y dolorosos para la población de un país, México en su caso, reticente a hablar públicamente de su diversidad de sangres y lenguas. No podría escribirlo en mejor momento.
Floyd dejó de respirar asfixiado este lunes y se ha convertido en famoso por su desgracia. Tristemente, su cara que ocupa ahora tantos espacios se desvanecerá convirtiéndose en un nombre, uno como el Michael Brown, Eric Garner, Terence Crutcher, Keith Lamon Scott, James Leatherwood, Harith Augustus, Freddie Gray... y de tantos que forman parte de una lista interminable…
Digamos sus nombres
Art by Simon Zylstra
Comentarios
Publicar un comentario