París era una fiesta. Aquello no era solo una ventana, sino un mirador. El mundo ya no era el mundo, sino la imagen del amplio horizonte de una ciudad romántica. Los atardeceres iluminaban la plaza con retales dorados. Sonreía al contemplar que, literalmente, aquella era la ciudad de la luz. El paso del día, me dejaba la misma sensación de los impresionistas de querer captar en su esencia los tintes de cada instante. Miraba por aquella ventana durante horas. Leía y escribía. Dibujaba y cantaba. Por primera vez sentía que era la protagonista de una historia. Si hubiese paseado por la calle, sin duda me habría dado cuenta de la muchacha que se asomaba a una ventana en un sitio como ese. Sin embargo, esa muchacha era yo. Por las noches, mientras la música de los artistas callejeros subía hacia mí, cuando el calor del día dejaba paso a la dulzura de las noches estivales, pensaba. La gente no dejaba de pasear, fundiéndose en el caos multicultural de los luga...